Peaje
Conversando con el Tomy durante uno de nuestros numerosos paseos - él manejando obviamente -, salió el tema de las pegas más lateras, aquellas que realmente nos hacían sentir pena por quienes tuvieran la mala suerte de ganarse la vida con ellas, asumiendo que tampoco les gustaban, pero las hacían porque no les quedaba otra.
Este era un tema recurrente entre nosotros, dado lo suertudos que nos considerábamos por tener cada uno un trabajo tan a la medida nuestra, que nos gustara tanto. Y que nos diera tantas satisfacciones como oportunidades de pasarlo bien, aunque supongo que esto mismo era lo que le acrecentaba esa sensación de culpabilidad por sentirse infeliz con su vida, a pesar de todo.
Su apuesta fue por la gente que trabajaba en su bodega embotellando y etiquetando manualmente su vino. De su propio puño y letra además tenían que escribir - y con BUENA letra - el número de producción en la etiqueta de cada botella, testimoniando así su excepcional condición de "Limited Release", o producción limitada. En fin, algo exclusivo. Yo creo que también sentía pena por ellos por tener que soportar como jefe a un huevón tan fregado como él, aunque sospecho que era algo que nunca le importó mucho.
La mía fue por los cobradores de las casetas de peaje, justo en el momento que llegábamos a una de ellas. Sólo con imaginar el número de horas que pasan ahí sentados realizando una pega tan mecánica, cagados de frío en invierno y asándose de calor en verano, sin siquiera poder ir al baño cuando les vienen ganas, y más encima mirando a los automóviles que llevan a gente - claramente más suertuda que ellos - con destino a tremendas vacaciones, me hace sentir mal.
Casi tan mal como cuando observaba las caras de las señoras en la mesa de selección del packing donde realicé mi primera práctica de verano, antes de salir de la U. Esa pega se llevó el premio gordo en mi ranking por mucho tiempo.
Era tanto lo que me deprimía verlas que una vez inventé que estaba enferma para no tener que levantarme a contemplar ese desesperanzador espectáculo; ese día no lo resistía. Hasta que por fin me di cuenta que en realidad, obviando el hecho de pasar 8 horas de pie mirando el infinito tránsito de toneladas y toneladas de manzanas, lo pasaban harto bien copuchando y haciendo vida social, mientras les pegaban unas miradas de "aquellas" a los mecánicos franchutes que estaban de paso - había un pelado hediondo que hasta mí me emocionaba mirar, pero esa es otra historia. También se las arreglaban para sacar la vuelta yendo al baño en masa a cada rato, aprovechando de pasadita para fumar y alimentarse más que bien.
Este finde, conduciendo a casa de mis viejos, tomé la salida/entrada a mi ex-pueblo, enfrentándome una vez más al peaje de rigor.
Ahí estaba, con una cara que se le iluminó al verme, Robert.
Robert es uno de los chicos que se turna en esta caseta de peajes, a quien siempre espero no ver más, con la esperanza que haya encontrado por fin una forma más feliz y promisoria de ganarse la vida.
Robert siempre se alegra de verme, me atiende amablemente, tiene una galantería para decirme. Una vez hasta se atrevió a regalarme un dulce, mientras se las arreglaba para saber algo más de mi vida. Y yo, inocentemente, me hago la loca y le sigo el juego, como en una escena de clásico chick-flick gringo, con soundtrack ad-hoc de fondo y con Reese Whitherspoon o Lindsay Lohan de protagonista.
- Hooooooola Robert, tanto tiempo, qué gusto de verlo... cómo le ha ido?
- Ahora que la veo me va a ir mucho mejor.
- Entonces le va a ir mejor en los tres próximos días, jajajajaja
- Cúidese, que le vaya bien a usted también.
- Gracias, Robert. Nos vemos!